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¿Qué impuestos, para qué futuro?

1. ¿De dónde venimos?

Como afirmaba el físico danés Niels Bohr, “es muy difícil hacer predicciones, sobre todo sobre el futuro” y, en estos tiempos de una inacabable pandemia, todavía más.

Sin embargo, es común y necesario al género humano la virtud y la necesidad de planificar y ya tenemos a un elenco de economistas, tertulianos y políticos hablándonos de “reconstrucción”, “recuperación” e, incluso, “resiliencia”, al hilo de exponer y debatir cuál debe ser el uso de los, aproximadamente, 144.000 millones de euros que el Presupuesto de la Unión Europea “Next Generation” va a poner en nuestros manos.

Es evidente que soñar con el futuro ante el drama actual no es solo escapismo, sino una necesidad psicológica, pero también que es absurdo creer que las consecuencias de esta tremenda crisis humana, social y económica van a resolverse con un maná, caído del Cielo, sin que se nos demanden contraprestaciones y ese dinero europeo venga unido a multitud de condiciones, cuyo cumplimiento, además, deviene necesario y conveniente, dada nuestra triste experiencia en el despilfarro de los recursos públicos, cuyo ejemplo paradigmático fue el inefable “Plan E”.

Y, como “nada es gratis”, las enormes necesidades de gasto público que la pandemia está trayendo (y traerá) consigo y las subvenciones condicionadas europeas reforzarán, o se pagan con Deuda Pública (la cual, en estimaciones prudentes, se pondrá en un 140% del PIB en este año del Señor del 2021, “El Año de la Peste”), o se pagan con impuestos, pues pretender continuar con déficits públicos del 11% sobre el PIB como se producirá en el ejercicio 2020, es sencillamente insostenible y suicida.

Pero, junto con estas novedosas necesidades financieras, un Estado moderno necesita financiación ordinaria y demanda también – si quiere sobrevivir en un contexto de sociedades líquidas, globalizadas, digitales, complejas y crecientemente competitivas, – recursos financieros, ingresos públicos crecientes.

Por si lo anterior fuera poco, es evidente que nuestro sistema tributario (si es que existe, pues lo tiene todo, menos de “sistemático”) lleva unos años demostrando su ineficiencia, incluso, para lograr su objetivo básico: la suficiencia recaudatoria.    

2. ¿A dónde vamos?

Todo ello supone la necesidad, la urgencia, de plantearnos cómo ha de ser el sistema tributario español del futuro, cosa nada fácil por la incertidumbre que toda estimación conlleva, por la rapidez de los cambios de los entornos entre los cuales todo sistema impositivo funciona y porque hablar del futuro es, en sí mismo, una imposibilidad óntica, ya que depende de cuán lejano pongamos esa palabra: ¿uno, tres, cinco, cincuenta años, un evo?.

Si no queremos caer en la pura Astrología o en el funambulismo político, y si somos conscientes de que, cuando hablamos de “futuro”, a lo más que podemos aspirar es a proyectar tendencias y exponer doctrinas dominantes, las cuales, por otra parte, suelen equivocarse (¿alguien, salvo los intérpretes de Nostradamus o los directores de películas catastrofistas, supo predecir la COVID-19?), sería conveniente reflexionar seriamente sobre cuáles son los impuestos del futuro en España, definiendo “futuro” no más allá de cinco años y teniendo en cuenta que, por mucho que queramos hacernos un trile, es inevitable (e incluso necesario) un fuerte incremento de la presión tributaria en España, siendo ya mucho más debatible y discutible el cómo, el cuándo, el dónde y sobre qué capacidad económica ha de producirse esa punción fiscal.

El debate resulta inevitable y me limitaré a algún esbozo. En primer lugar, ningún impuesto es como el agua: inodora, incolora e insípida. Todo gravamen genera resistencias y “trade offs” y ninguno es perfecto, ni en su diseño ni mucho menos en su implantación.

   3 . ¿Y en qué nos convertimos?

Dado que, después de la pandemia, la desigualdad aumentará y la exclusión social y la pobreza crecerán exponencialmente, también el aumento de la resistencia social al aumento de los clásicos tributos se endurecerá; ello, a pesar de que sus virtudes y ventajas, no pueden  negarse, empezando por su elasticidad, caso del IRPF o del IVA, lo que permitiría una recaudación potente.

Errores (interesados e ideológicamente muy favorecidos) del pasado como la nefasta (y técnicamente muy incorrecta) dualidad de la base imponible del IRPF, asimismo, nos pasan su factura, en términos de injusticia y pérdida recaudatoria; pero su consolidación social y cultural hacen prácticamente imposible su alteración inmediata, sin perjuicio de retoques relevantes, sobre todo, en el Impuesto sobre Sociedades, auténtico “agujero negro” de nuestra fiscalidad o en materia de alícuotas del IVA, cuya ineficiencia es notable y ha sido denunciada en múltiples ocasiones.

Toca, pues, inventar y, de hecho, lo estamos haciendo, aunque tardíamente y con relevantes dificultades (nadie dijo que introducir un impuesto fuera fácil), supuesto del Impuesto sobre Determinados Servicios Digitales y del Impuesto sobre Transacciones Financieras.

Ahora bien, tal y como están diseñados, sus ingresos son “peanuts”, minucias en el piélago creciente de una crisis: la de la pandemia, agudizada (aunque se pretenda negarlo) por, al menos, dos factores: “no haber hecho los deberes”, lo cual nos ha impedido salir de la crisis anterior y el penoso manejo por parte de nuestros gestores de la Política Económica desde el estallido de la burbuja inmobiliaria.

Como hay que pagar recibos, si no queremos que llegue el “cobrador del frac” y, salvo que alguien “compre” la idea de la condonación de Deuda Pública por parte del Banco Central Europea, tenemos que buscar nuevas fuentes recaudatorias y, haberlas, como las meigas, “haílas”; otra cosa es que los grupos dominantes, potencialmente afectados, desvíen nuestra atención hacia la Luna, las estrellas o, a ser posible, Saturno, porque está más lejos.

Un candidato claro son los impuestos verdes, ecológicos o medioambientales, pero el simple hecho de que tantas palabras definan idéntica realidad, revela que es más fácil hablar de implementarlos que, en primer lugar, definir su hecho imponible y, en segundo término, aplicarlos.

En otro orden de cosas, por que a un tributo le pongamos la etiqueta de “verde”, no lo va a ser en sustancia (¿es ecológico el Impuesto sobre los Hidrocarburos?) y, sobre todo, no vamos a engañar a los potenciales obligados tributarios. Un buen ejemplo son las dificultades de nuestro gravamen sobre las emisiones de “gases fluorados” (últimamente, todo es gaseoso, en materia de imposición ecológica, por aquello de los “gases de efecto invernadero”), porque una cosa es convencer a la opinión pública de lo dañada que está nuestra capa de ozono por culpa de los citados gases y otra muy distinta es que el impuesto, al final, conlleve una subida del precio de los aparatos de aire acondicionado que tanto nos refrescan (y tanto daño causan al Medio Ambiente) en los cálidos veranos hispánicos.

Y ello, por no hablar, de inventos geniales como son los “impuestos sobre las bolsas de plástico”, cuyo resultado es que  cuesta más gestionarlos que la recaudación obtenida.

Un segundo foco de interés son los impuestos “pecado”, “sin taxes”, caso del tradicional Impuesto sobre el Tabaco, cuya existencia tantas glorias recaudatorias ha dado y que, desgraciadamente, ahora, porque “fumar mata” (y vivir también, pues creo que, al final, la Parca nos acompaña siempre) y porque se ha demostrado que el consumidor si es elástico ante el precio, apenas da recursos; pero nuestra mentalidad judeo-cristiana ayuda convertir el acto de contrición y el propósito de enmienda en jugosos impuestos, verbigracia, los gravámenes sobre las bebidas refrescantes (implantado en Cataluña, pero que ya, en el franquismo, existió), productos causantes de la epidemia de obesidad que nos azota, especialmente, entre la infancia y que deberían ser objeto (si nos creemos la teoría económica de las externalidades negativas) de una imposición diferenciada y creciente.

Ello por no hablar de exacciones sobre grasas saturadas, platos prefabricados e, incluso, sobre los “nuevos” alimentos, pretendidamente saludables, supuesto de bios, energéticos, etc.; sujetar estos productos “modernos” tendría la ventaja, además, de recaudar introducir un claro componente progresivo pues los consumen las clases de mayor poder adquisitivo.

Todo lo anterior, sin entrar en otros debates (que llegarán pronto, sin duda) como es la imposición sobre el juego (la ludopatía es un vicio o eso afirman los nuevos Talibanes), pero eso sí, siempre por nuestro bien, o establecer que la marihuana sea legalizada y el tradicional monopolio de tabacos incluya en sus expendedurías la venta de hierbas, aceites y demás marías; lo cual ya existe en Uruguay, algunos Estados USA y, aunque no les guste a algunos, será inevitable y una magnífica fuente de recursos, siempre que se haga como Calvo Sotelo; es decir, que se establezca (por razones sanitarias, ahora, irónicamente, tan de moda) su monopolio estatal, a nivel europeo, a ser posible.

Por otra parte, el “Impuesto sobre Determinados Servicios Digitales”, se llegué o no a un consenso en la OCDE, tendrá que ampliarse y expandirse, siendo lo mejor (como se pretende) que se convierta en un recuso europeo.

Por último (no quiero aburrir al lector, ni enseñar todas mis cartas, salvo que paguéis al mago), es justo y necesario plantearse que los beneficiados de las crisis (en plural) paguen algo y, nuevamente, reforzar la imposición sobre el patrimonio (no el ridículo Impuesto sobre el Patrimonio que tenemos). Así, gravámenes sobre signos externos de la riqueza, se convertirán en necesarios y, a lo mejor, cuentan con apoyo social, si no de los potenciales pagadores (ya se encargarán de contratar a los “lobistas”, periodistas y tertulianos correspondientes, para clamar contra ellos), sí de la inmensa mayoría de la clase media española, la cual se está convirtiendo (¿será casualidad?) en la “paganini” de las mencionadas crisis.

Moraleja: los compañeros inspectores no deberían quedar al margen de los debates sobre la reforma del tullido sistema tributario español y, entre otras consideraciones, deberían darle a la máquina de pensar (ahora que, asimismo, se llevan pocos sombreros, a pesar de la prestancia de la prenda) para responder a la pregunta ¿qué impuestos son los más necesarios y convenientes en los próximos años?.

Al fin y al cabo, se supone que tendremos que aplicarnos, ergo, sería conveniente que también intervengamos en su diseño, por nuestro propio bien.

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Domingo Carbajo Vasco

Inspector de Hacienda del Estado. Delegación Central de Grandes Contribuyentes, AEAT.

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